Y la historia de un par de huerfanitos.
El verano pasado, una golondrina solitaria, todas las noches se posaba a descansar en la tubería que pasa por fuera del apartamento donde vivo. Ese año no tenía pareja, pero eligió el lugar donde regresaría a anidar. Al menos eso me imagino, porque las golondrinas son muy fieles y siempre vuelven al mismo sitio. En una ocasión, se metió a visitarme y tranquilamente se posó en las aspas del ventilador de techo. Emigró hasta el mes de enero.
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Este año, a comienzos de la primavera, llegó una parejita (y he supuesto que quizá una de ellas sea la visitante del año anterior, por lo familiarizados que se veían con la zona). Los he visto ir y venir cientos de veces cargando lodo y pajitas en sus picos, y en un par de semanas construyeron un estupendo nido, en lo más alto del techo, en la zona de las escaleras. Un sitio seguro, alejado del alcance de las personas y buen refugio del sol y la lluvia.
Días después, he encontrado en el suelo los cascarones de varios huevecillos moteados. Y unos días más, pequeñas cabecitas desplumadas, hambrientas, asomaban sin cesar, abriendo sus grandes picos amarillos. Los padres, incansables, desde las 6 de la mañana hasta entrada la noche, daban vueltas, cargando insectos para alimentar a esos pequeños voraces.
Crecieron y ya no cabían en el nido, los padres dormían en la tubería. Fueron 4. Tuve la fortuna de verlos el día que se lanzaron a su primer vuelo, fuí testigo de sus maniobras. Los cuatro se animaban unos a otros a lanzarse al vacío, los padres les ayudaban. Fué un espectáculo genial. Ya pondré fotos, tomé tantas, que aún no me he decidido cuál me gusta más.
Una noche, los peques no volvieron más. Iniciaron su vida, independientes.
Un par de semanas después, mamá golondrina tuvo una segunda puesta.
En esta ocasión, parece que fueron 3 polluelos. Nuevamente los padres iban y venían sin cesar, alimentando sus voraces pequeñuelos. Todo parecía estar muy bien. Hasta hace dos noches.
Llegué cansada y tarde a casa y ¡oh sorpresa! subiendo las escaleras, en el suelo, desamparado, estaba un chiquitín que al parecer se había caído del nido. Y digo al parecer, porque la mañana siguiente descubrí lo que había sucedido al ser testigo de como el hermano grande y fuerte lanzaba al vacío a otro de los polluelos. Pensé que lo había matado, porque no se movía. Al acercarme vi que respiraba pesadamente. Estaba en estado de shock.
Los puse a ambos en una cajita, para protegerlos de los niños, gatos y perros, sin tocarlos directamente, esperando a ver si sus padres les ayudaban.
Los ignoraron rotundamente durante todo el día, al atardecer fué cuando decidí intervenir, de lo contrario irremediablemente morirían a mi puerta. El último pajarito en caer se había recuperado y en coro no cesaban de llamar a los padres y pedir comida. Ya sé que la naturaleza dictaba que murieran (y quizá aún lo hagan, no lo sé), pero la naturaleza debió de haber presentido algo al dejarlos caer a la puerta de mi casa: sabía que yo no podría permenecer indiferente...
Mi corazón de pollo se estremecía cada vez que me asomaba por el visor de la puerta y veía a los padres pasar una y otra vez alimentando al hermano fuerte y gandalla (si, asi de cruel es la historia por la supervivencia y la suerte que corren los débiles) e ignorar a los dos peques desesperados.
Al principio, me acercaba y se quedaban quietecitos, asustados, con los picos cerrados. Pacientemente, con unas pinzitas les he dejado caer en el enorme pico amarillo que abren una mariposilla a cada uno. La han engullido voraces.
Por la tarde me volví mamá golondrina.
Como podrán imaginarse, no soy una experta en cazar mariposas, polillas, libélulas, moscos y bichitos y estos dos tienen un apetito voraz. A donde he ido hoy, me he llevado el matamoscas. Mis peques tienen hambre y ahora, cada vez que me acerco a ellos abren sus picos amarillos y esperan recibir algun apetitoso insecto. Una vecina, amable y bien-intencionada, pero ignorante de qué es lo que comen las golondrinas, les trajo galletas saladas. Menos mal que los rescaté a tiempo de morir asfixiados por sendos trozos de galletas saladas.
Hace un rato, era noche de squash. Mis amigos han jugado, yo me la he pasado cazando insectos, que se acercaban atraídos por la luz de las canchas. Al principio, todos se reían de mí, cuando llegué cargando el matamoscas en lugar de la raqueta... Está de más decirles como se han burlado. Ah, si, pero un rato más tarde, todos estaban cooperando con alguna palomilla para la bolsa de provisiones de los peques.
Aquí les dejo un retrato del par de huerfanitos punk que me han adoptado por madre. Yo solo espero lograr atrapar los bichitos suficientes para que estos dos acaben de mudar el plumón, sus alitas se pongan fuertes, aprendan a cazar y vuelen libres, para volver a visitarme el año que entra.
Mantengan los dedos cruzados, hoy inicia su tercer día de huérfanos y el segundo bajo mis cuidados. Ya veremos...
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(He improvisado un nido con tiras de periódico para mantenerlos calientitos, ¿alguna mejor idea?)
ACTUALIZACIÓN: el pequeño que estuvo en shock (a la derecha en la foto), no sobrevivió la noche.
Foto 1: Jessica Soler • Diciembre 28, 2006 • Puerto Vallarta, Jalisco
Foto 2: Jessica Soler • Agosto 15, 2007 • Puerto Vallarta, Jalisco